Por Galo Alfredo Torres
El cine latinoamericano, para ponerlo en un esquema binario reprochablemente reduccionista, se ha movido entre dos formas de representación: las alegorías públicas y las privadas. Alegorías en el sentido de figuración narrativa parcial que por personificación remite indirectamente a un todo del mundo de las cosas. Y aunque existen mezclas y matizaciones, que son las más, hay autores y corrientes del cine de América Latina que inmediatamente tienden a alguno de los dos polos. Así, el Nuevo Cine, o más específicamente, el cinema novo de los sesenta y setenta, Ismael Xavier lo lee como un grupo de «alegorías del subdesarrollo»; las películas de Glauber serían imágenes expresivas de Brasil en cuando «diagnóstico general de la nación» ([1993] 2000:1944). Figura peculiar en este sentido es la del director boliviano Jorge Sanjinés, miembro más bien marginal de la generación de cineastas que salió a la luz bajo la bandera del Nuevo Cine Latinoamericano[1]. Peculiar por el matiz andino que le aportó a aquel grupo de películas y cineastas de los sesenta y setenta. Este boliviano, de confesión realista como sus pares pero fuertemente estilizado, jamás abandonó su opción por la alegoría pública de sesgo político-militante, de tinte marxista y, por tanto, de las proclamas de revolución, nacionalismo, anticolonialismo y antiimperialismo, derivadas del entusiasmo generado por la revolución cubana de 1959.
Es innegable que cierto ostracismo ha rodeado a Sanjinés[2]. No solo por venir de un país y una cinematografía pequeñas o por la especificidad andina˗indígena˗minero-campesina de sus relatos, sino por su férrea militancia izquierdista, que si fue comprensible para los años de su apogeo, hoy en día resulta discutible y demodé, justamente porque esa militancia ha mellado el ímpetu inicial de crítica (antiburguesa y anticolonial) y lo ha llevado al rol de propagandista (como en su tiempo lo fue Santiago Álvarez del castrismo) que no le hace nada bien ni al cineasta ni al pretendido príncipe indígena que gobierna en Bolivia. Insurgentes (2012), no obstante su cuidada fotografía y ese hibridismo de documental y ficción, tiene todo el aspecto de un álbum patrio, con su dosis de hagiografía, su afán edificante del héroe nacional, que lleva hasta las últimas consecuencias el proverbial nacionalismo boliviano. El resultado es un discurso oficial, ciertamente distinto a la versión de la vieja versión oficial, pero que mantiene el mismo tono épico que desemboca en la afirmación de Evo como el heredero legítimo de un linaje de reyes y guerreros (desconociendo o soslayado las pugnas radicales entre quechuas y aymaras).
No obstante, y más allá de estos sensibles aspectos de orden ideológico y político, hay que decir que sus películas, si no todas, tienen un nivel indiscutible que les cabe solo a los grandes realizadores de América Latina, tanto a nivel de contenidos como, y sobre todo, de forma. Películas bolivianas actuales tan bien concebidas como ¿Quién mató a mi llamita blanca? (2007) de Rodrigo Bellott o Zona Sur (2009) de Juan Carlos Valdivia serían inexplicables sin el antecedente de «agudezas del estilo» que animó a la visualidad de Sanjinés. De lo que se aquí es precisamente de argumentar sobre la voluntad de forma como elemento central de una poética que siempre estuvo en tensión con su política. Este texto, tratando de superar las parcializaciones y cegueras en que la crítica suele recaer, aspira a ser una aproximación que, sin desconocer las trampas ideológicas de Sanjinés, sea capaz relevar y postular sus hallazgos formales. Es decir, que más allá de que en efecto casi toda su obra, en cuanto a su perspectiva conceptual, nos parezca discutible, lo que interesa es señalar que dichas inconsistencias se explican por el momento histórico, político y cinematográfico en que le tocó vivir. Lo que, al contrario, no tiene explicación es que no se haya valorado a Sanjinés como el gran cineasta que es; y que si bien fue presa de aporías conceptuales, es imperioso subrayar el hecho de que jamás renunció a los trabajos del estilo, y esto ya es un mérito a destacar en el contexto de una tradición cinematográfica latinoamericana injustamente tachada de contenidista y política. Sin desconocer las diferencias ideológicas que se pueda tener con el cineasta, es imperativo valorarlo en lo que tiene de agudo creador. Los ostracismos son perversas máquinas de sesgo ideológico, cuyas primeras víctimas son los artistas. Es ejemplar el caso del documentalista Nicolás Guillén Landrián, discípulo estético aunque no ideológico de Santiago Álvarez, “borrado” por la crítica cubana de los setenta y setenta. Este borramiento es revelador de cómo la crítica y teoría cinematográficas pueden ser ideológicas y por ello tanto o más represoras y totalitarias que el partido o el estado.
Es innegable que la obra de Sanjinés tiene singularidades con respecto a sus pares generacionales e ideológicos del Nuevo Cine. Por supuesto, comparte con ellos el realismo militante y cierta tendencia al experimento y la complejización formal, cuyo ejemplo paradigmático es Birri, que como el viejo dios bifronte, se movió entre la crudeza de Los inundados (1962) y los delirios de Org (1979)[3]. Pero mientras los cubanos Tomás Gutiérrez Alea, Santiago Álvarez y Julio Espinoza; los brasileños Néstor Pereira dos Santos y Glauber Rocha; los argentinos Fernando Birri y Fernando Solanas; el chileno Miguel Litin o el uruguayo Mario Handler, centraron su cine básicamente en el medio urbano, y sus dramáticas alegorizaban el mundo obrero, popular e intelectual comprometido y sus tomas de conciencia, el boliviano le imprimió a su cine, además del sesgo obrero y minero, una orientación indigenista, radicalmente indigenista. Indigenismo ya le generaron detractores, bajo los argumentos de la imposibilidad de “dar la voz al que no tiene voz”, y de que su indigenismo cinematográfico de los sesenta y setenta era pronunciadamente anacrónico en relación al indigenismo literario de la primera mitad del siglo XX latinoamericano (lo que Ángel Rama llama, en términos generales, la “novela regional”)[4], y más aún, respecto a los problemas conceptuales que implica ser un mestizo que hace un discurso sobre lo indígena.
Por ello, donde más productivo debe ser el debate a favor del boliviano es en el de la voluntad de forma (que no formalismo), aunque esta voluntad haya sido también fuente tensiones. Ya sus palabras revelan la fuente de la tensión, es decir, la creencia de que el cine no es solo ideología, contexto y contenidos, sino forma: “al cambiarse las relaciones de creación se dará un cambio de contenido y paralelamente un cambio formal” (1978:61); o también de que “forma y contenido se dan correctamente en una relación ideológica” (1979:78). Su afán de forma y la tensión van más allá cuando llega a hablar incluso de “belleza” en una época en que, supuestamente, solo se debía hablar de revolución y antiimperialismo: “el cine político, para ser más eficaz, no debe dejar ni abandonar jamás su preocupación por la belleza”, respondía Sanjinés a una pregunta de Ignacio Ramonet (1978:156). Estos preliminares obligan a plantear la pregunta de rigor: ¿Dónde exactamente radica la belleza y el giro estetizante de la obra cinematográfica de Sanjinés? Creemos que donde siempre estuvo y muy pocos se han atrevido a mirar: en las estructuras tanto dramáticas como dramatúrgicas del filme.
Alegoría, emblema y cultura nacional
Resultado de lo anterior, y es la tesis que vamos a defender, son la serie de conflictos e incomprensiones, retaliaciones y ostracismos, surgidos básicamente de esa tendencia a complejizar sus filmes, al punto de crear una tensión casi irresoluble entre su película, el mundo filmado y sus espectadores ideales (incluido el partido). De aquí saldrá la explicación del por qué la crítica de derechas atacó sus contenidos mientras la de izquierdas no le perdonó su formalismo.
No solo Ismael Xavier para el caso brasileño, sino el argentino Gonzalo Aguilar ha insistido (como Deleuze) en que “la alegoría ha sido el modo privilegiado con que el cine argentino se ha referido al contexto” (2006:24), y lo dice en el sentido de lo que desde la dramática barroca entendemos por alegoría: la teatralización de situaciones humanas concretas, vicios y virtudes, públicas o privadas, con intención moralizante (conceptos, diría Benjamin). Carlos Monsiváis, al hablar del melodrama como género capital del cine de América Latina, no emplea la noción figural de alegoría sino la pictórica de emblema (1994:99-105), aquella composición de grafismos e iconos muy del gusto barroco, en las que en vez de letras se empleaban “imágenes de cosas”, como confirma Benjamin (2006:386), con fines satíricos y pedagógicos. Ya como teatralización o iconización, como personificación fragmentaria, el cine resulta alegórica y emblemática con respecto a la totalidad del contexto histórico-cultural (Xavier, 2000: 1). Consecuentemente, con más o menos distancia, podríamos traer al terreno cinematográfico los debates que tanto Rama en Transculturación narrativa en América Latina (1984) como Cornejo Polar en Literatura y sociedad en el Perú: la novela indigenista (1980) proponían acerca de los problemas que la «forma novela» habría tenido para ficcionalizar la cultura indígena, sus formas narrativas autóctonas y su visión del mundo; pues la dramática y la dramaturgia del cine enfrentan iguales cuestionamientos de insolvencia a la hora de cinematografiar una cultura no occidental, o de la legitimidad o no de devenir instrumento “del pueblo que se expresaba y luchaba por nuestro medio” (Sanjinés, 1979:62), o de cuál es la textura, el color y la sonoridad de esa «imagen» audiovisual que se autoriza a retratar y hablar por el otro, o, si en efecto, ese otro indígena andino puede hablar por esa voz estructurada por otro mestizo.
Muy al contrario de lo que dice Rama sobre la obra indigenista de Arguedas, quien “no construyó su obra para los indígenas sino para los sectores que pertenecían al “otro bando” (2008:233), las películas de Sanjinés aparentemente (y materialmente) se hicieron “con” indígenas y mestizos y “para” indígenas y mestizos[5]. Pero ya Deleuze decía que en el cine político moderno es precisamente el pueblo el que falta ([1985] 20017: 291). Y aquí está la tensión definitiva entre la poética y la política del boliviano. Es probable que el espectador urbano mestizo, y dada la tradición cinematográfica boliviana, estaba medianamente entrenado en el código audiovisual; pero esto no ocurría con el sector indígena, familiarizado más bien con la tradición narrativa oral su experiencia lectora de la imagen-movimiento era mucho más restringida. Aquí se plantea un primer decalage entre la representación fílmica y el mundo indígena y una minoría mestiza, ya filmados o ya espectadores, en cuatro películas de Jorge Sanjinés: Ukamau (1966), Yawar Mallku (1969), El coraje del pueblo (1971), La nación clandestina (1989), en las que, Oscar Soria estuvo a cargo del guion y Jorge Sanjinés asoma como autor del guion cinematográfico y director de la puesta en escena. La producción general (dato clave para nuestra argumentación) estuvo a cargo básicamente de todos los miembros del Grupo Ukamau.
Consciente del desfase y las distancias que implica, Sanjinés trató de aplacarlas bajo el discutible argumento de un colectivismo estético:
Ya son numerosas las obras y los trabajos de grupo y los filmes colectivos y, lo que es muy importante, la participación del pueblo, que actúa, que sugiere, que crea directamente determinando formalmente las obras en un proceso en el que empiezan a desaparecer los libretos cerrados o en el que los diálogos, en el acto de su representación, surgen del pueblo mismo y de su prodigiosa capacidad. (1979: 60).
Es evidente el tono cómplice o paternalista del militante protector; esto lo lleva a subvalorar el hecho de que, el director y su equipo (los miembros del Grupo Ukamau), se acercaban a los potenciales colectivos protagonistas, y como antropólogos, con libreta y cámara en mano, tomaban nota del material que iba a servir para escribir el guion y la planificación, elementos estos que eran madurados y llevados al punto de rodaje por el grupo de intelectuales (letrados, diría Rama), y en última instancia, por el director que es quien define el guion, controla el rodaje (dirigiendo a los indígenas como actores) y el montaje. En términos prácticos, la antítesis del colectivismo estético o la fractura entre pueblo y cine ocurre en el proceso de la escritura del guion (y sus varias versiones), en la dirección de actores (que hacen lo que el guion y el director dictan) y en la sala de montaje (cohesión final del relato y sus posibles lecturas). Como productores de las películas, el grupo era el dueño y tenía potestad sobre los contenidos y no tuvieron que enfrentar la presión de molestosos inversores[6].
Alegoría, historia y mito
Ángel Rama afirma que los personajes de la novela indigenista funcionaban “como cajas de resonancia de tipo colectivo” (2008:229); y más adelante cita a Arguedas como el origen de su formulación: “el romance, la novela de los individuos, queda borrada, enterrada, por el drama de las clases sociales” (2008:229). El alegorismo cinematográfico coincide con el carácter alegórico de la novela indigenista que:
mediante amplias y complejas estrategias metonímicas, basadas casi siempre
en cuestiones de identidad y filiación, resultan ser alegóricas tanto de la construcción de las nuevas naciones andinas cuanto de sus reclamos de modernidad (Cornejo Polar, 1995:19).
Así, para el caso concreto de la novela indigenista peruana, Cornejo Polar habla del “modo de producción” de dichas obras y la manera en que expresan y reproducen “las zonas más conflictivas de la nacionalidad” (1995: VI). Insiste en señalar que en tanto alegóricos, los personajes del indigenismo narrativo “no desarrollan ante el lector una aventura individual sino más bien, una historia colectiva simbólica” (1995:69), es decir, se trata de una concepción y una práctica escriturales opuestas al canon occidental de la novela moderna teorizado por Bajtin y Lukacs, en tanto universos dramáticos tejidos en torno a personajes individuales, psicológicos e inmersos en un tiempo histórico teleológico. Al contrario, como verremos, los modelos narrativos autóctonos tenían un carácter oral, épico, no secuencial ni lineal, de búsqueda del origen, de la magia, lo arcano, la naturaleza y lo divino, propios del tiempo mítico circular.
Eso plantearía una distancia difícil de zanjar entre una cosmovisión mítica que enfrenta a hombres contra dioses/naturaleza, propio de la épica y sus conflictos externos, y un modelo de representación nacido y formulado por un concepción moderna, dialéctica e histórica (de corte hegeliano-marxista) de lucha entre hombres que propiciarían el cambio histórico con fines (teleología) futuros. Y es más, la filiación mítico-alegórica de la cosmovisión indígena habría diseñado su propio aparataje narrativo, en el sentido de que son suyas ciertas formas de la tradición oral, del cuento o incluso de la canción (Rama, 2008:244), que llevados «forzadamente» a la escritura darían como resultado la forma aditiva y no secuencial de la cierta novela indigenista, según Cornejo Polar, cuyo ejemplo mayor es El zorro de arriba y el zorro de debajo, la obra póstuma de José María Arguedas, libro en el que además asoma el componente lírico de las canciones indígenas (1980: 73). Walter Ong comenta sobre la narrativa oral en general y la narrativa oral quechua en particular, y postula la tesis de que la narración oral podría emparentarse con la vieja “epopeya oral” griega, en la que el narrador y la anécdota que contaba obedecían a un orden que les era propio y diferente del drama escrito (2001, 130). Según Ong, ya en Aristóteles la epopeya oral exhibía una secuencialidad anecdótica que estaba condicionada por la naturaleza verbal de lo contado, que a su vez dependía de la memoria del relator, quien no se complicaba intrigando con demasiado artificio, sino haciendo suceder acción tras acción aleatoriamente. Los relatos indígenas reunidos por Francisco Ávila en Dioses y hombres de Huarochirí (¿1598?) y traducidos por José María Arguedas son un buen ejemplo. En el lado opuesto estaría la trama compleja, cerrada, ordenada en actos, personajes y coro, codificada por la escritura, y que Aristóteles la formula sobre las base de los dramas del teatro clásico. Esta estructura compleja es la que andando el tiempo (mucho tiempo) llegaría, con matices distintivos, a la novela y el guion clásico (a lo Hollywood).
La pregunta es de rigor: ¿Cómo conciliar la forma-guion clásico de base aristotélica con la cosmovisión y narrativa indígenas? ¿Cómo conciliar la ideología cerrada y causal del conflicto central, la progresión dramática, la teleología, la anagnórisis y el desenlace climático, con la visión narrativa acumulativa, episódica, inorgánica, casual y abierta de lo indígena? Una salida posible sería decir que el cine moderno (al que pertenecía Sanjinés) sí permitía ser más consecuente con la oralidad, justamente por las rupturas que la modernidad cinematográfica planteó con respecto al cine de base aristotélica. No obstante, la alternativa podía, al contrario, ser contraproducente.
El guion alegórico y el mundo indígena
Quizá no en los mismos términos, pero es seguro que Sanjinés volvía con insistencia sobre estas cuestiones referidas a la dramática del guion literario y la dramaturgia de guion técnico, pues el «pueblo» que miraba sus películas inmediatamente transmitió sus “críticas, sugerencias, señalamientos, reclamos y confusiones debidas a nuestros enfoques errados en su relación ideológica de forma y contenido” (1979:62). No olvidemos que Sanjinés hizo estudios formales de cine en Chile, y que allí adquirió lo básico y central sobre el guion, la planificación, la puesta en escena y el montaje; y además se contaminó del aire modernizante y renovado que recorría a todos los Nuevos Cines de los sesenta. Sabía distinguir lo que es contar una historia libremente o sometida al codificado molde del guion de hierro de exposición/nudo, desarrollo y desenlace a partir de un conflicto central que debía finalmente solucionarse. He hizo su elección. El guion de Ukmau, su primer largometraje de 1966, está armado al más puro estilo del guion clásico norteamericano, en cuanto a linealidad, progresión y psicologismo: luego de unos planos de presentación y ubicación, ocurre el evento desencadenante (la brutal violación y asesinato de Sabina), que genera un conflicto entre dos personajes, con un motor bastante claro de las acciones (la venganza), y un desenlace que ocurre con un duelo final muy “a la manera” de un filme policial, un western o un filme de artes marciales. Se trata de personajes y acciones que con dificultad podrían asimilarse a la alegoría pública, política o cultural.
Ukamau y los trabajos del estilo
Pero Sanjinés tuvo lecciones de modernidad, y asimiló enseñanzas sobre la potencialidad de varios puntos de vista narrativo y visual, o el uso de múltiples narradores, sobre las rupturas del eje, la cámara desencadenada y las sutilezas de un montaje ya no al servicio del drama, aspectos que para bien o para mal, los iba a cultivar hasta el amaneramiento. Tanto Ukamau como Yawar Mallku rebozan de tecnicismos que asentados en el campo-contracampo clásico despliegan una espiral que va desde el empleo de la profundidad de campo hasta la formación de metáforas visuales (por vía del inserto) de clara ascendencia rusa (efecto Kulechov), como cuando en Ukamau, el mestizo golpea a su esposa y asoma la imagen de un santo, o el gallo que aparece cuando el mismo mestizo hace negocios al borde del camino. Tanto en la escena de ataque inicial como del duelo final, están editados de forma tal que expresen el dramatismo psicológico (enardecimiento sexual o miedo) y recuerdan al montage-sequence (montage-editting)[7] a lo Vorkapich o del montaje de choques de la vanguardia francesa (que también está en la secuencia en que el viudo, junto a la tumba, recuerda a la difunta). Claro que Sanjinés no usa la sobreimpresión, sino el corte directo. Estos procedimientos gramaticales, que por principio provocan un distanciamiento en tanto meta˗discursivos, revelan el dispositivo y anulan el sacrosanto principio de transparencia del cine clásico; por tanto, la modernidad de Sanjinés es incuestionable. Quizá el recurso más revelador de la tendencia formalista del joven Sanjinés, no obstante proponer un filme lineal que incluso usa a su manera el recurso de “salvación al último minuto” de Griffith[8], sería la música de Alberto Vallalpando que acompaña a Ukamau, que brilla por su contemporaneidad y experimentalismo de cuño occidental, y consecuentemente provoca distanciamiento y hasta desconexión entre la instancia narradora, su personaje y el espectador indígena.
Es verdad que el recetario moderno de emplear actores naturales jugó a favor de sus argumentos populistas y rompió con el molde que el “Indio” Emilio Fernández había impuesto de embellecer al indígena por vía del bello actor mestizo (Dolores del Río y Pedro Armendáriz, por ejemplo), pero finalmente, su formalismo atentó contra su pretendida comunicabilidad. Las “confusiones” del pueblo-espectador eran comprensibles. Da allí los propósitos de enmendar: “fuimos depurando ese lenguaje y fuimos incorporando la propia creatividad del pueblo, cuya notable capacidad expresiva, interpretativa, demuestran una sensibilidad pura, libre de estereotipos y alienaciones” (1979:62). A estas alturas se podría pensar que el dilema principal de Sajinés fue decidir si sus siguientes películas cederían a las demandas de ese espectador dotado de “sensibilidad pura, libre de estereotipos y alienaciones” y las demandas íntimas (su politique d’auteur) de su tendencia al estilismo.
Yawar Mallku y el narrador
En el comprensible intento de mantener la “comunicabilidad” con su espectador ideal, Sanjinés se plantea la siguiente premisa:
Para transmitir un contenido en su profundidad y esencia hace falta que la creación se exija al máximo de su sensibilidad para captar y encontrar los recursos artísticos más elevados que puedan estar en correspondencia cultural con el destinatario, que inclusive capten los ritmos internos correspondientes a la mentalidad, sensibilidad y visión de la realidad de los destinatarios (1979: 59-60)
Esta premisa, en la práctica, lo obligaba a mantenerse en la linealidad narrativa y la fidelidad al reparto indígena de actores naturales o profesionales y seguir el recetario del neorrealismo italiano (no es inocente insistir en las nacionalidades de las fuentes: Rusia, Francia, EEUU e Italia, es decir Occidente). E inclusive, como ocurre en Yawar Mallku, hacer que “la mirada del narrador cinematográfico converja, aunque sea parcialmente, con la de un narrador pensado según los parámetros culturales indígenas” (García Pabón, 1998:253) Pero, justamente aquí, en la construcción polifónica de narradores que diseña para Yawar Mallku es que nuevamente se crea la tensión del colectivismo estético y quizá otra insalvable grieta. Luego de los planos de establecimiento, que nos informan sobre la muerte de los hijos de Ignacio y Paulina y de la resistencia de la comunidad a cierta amenaza, viene el primer giro, en el que Ignacio es herido y transportado a la ciudad (lugar que se ha olvidado de los dioses: una pincelada mítica) y conocemos a Sixto, el hermano de Ignacio, devenido obrero citadino. Aquí el narrador extradiegético cede la narración a Paulina quien cuenta a Sixto (el narratario) la historia de Ignacio y las sospechas de este de que en el centro médico regentado por norteamericanos se esteriliza a las mujeres de la comunidad. En adelante, la película tendrá varios narradores que se alternan entre la extradiégesis y la diégesis, llevándonos del pasado al presente narrativos, y al revés. Aquí es donde hay que preguntarse si ciertos espectadores indígenas (que no son los mismos de Ciudadano Kane o The Killers) entenderían el hecho de que si escenas antes Ignacio yace moribundo en un hospital cómo es posible que ahora aparezca sano y activo en su pueblo. Es decir, la irrupción del flash back es ya un recurso que rompe con el principio de linealidad y provoca extrañamiento (es verdad que cada salto atrás está perfectamente justificado, pues cada vez que vamos al pasado aparece Paulina para indicarnos que ella es la que narra lo que estamos viendo). Avanzamos entonces con dos historias a dos tiempos, contadas por montaje alternado. Pero hay un tercer narrador; pues, luego del asalto al centro médico por el grupo de indígenas al mando de Ignacio y su decisión de castrar a los gringos, la cámara funde a negro y abre sobre el rostro moribundo de Ignacio en el hospital: todo lo que veníamos de ver eran sus recuerdos. El espectador ideal de estos saltos no es el indígena.
En cuanto a la perspectiva visual, destaquemos algunas profundidades del campo (la del hospital, cuando el médico Da a Sixto la dirección del poseedor de sangre), algo que parece “efecto Kulechov” en la escena en que Sixto está en su habitación y al menos dos planos nos muestran los afiches que hay en las paredes, así como el montage-sequence en la escena en que Ignacio es herido, o quizá, más logrado todavía, es el fragmento que trata de expresar el estado de derrota en el que Sixto queda al no poder robar el dinero que necesita en el mercado. De esta manera ha avanzado un filme que si estilísticamente reitera un manierismo formal, incuestionablemente moderno, temáticamente se ancla en una suerte de mestizaje tirando para mítico. Así, la anagnórisis o revelación de la verdad que da inicio al clímax tiene una doble fuente: la visualización que hace Ignacio en el centro médico (sorprende a los gringos en plena intervención quirúrgica) y luego la confirmación de la “Mama coca”, que además dicta las acciones del clímax.
La forma documental y el estilo
El coraje del pueblo (1971) lleva al extremo las búsquedas y hallazgos, el afán de forma, la veta experimental. Pues esta película es un amplio repertorio de recursos formales y el resultado de arduos debates sobre la forma documental de los años setenta y ochenta. Sanjinés conoció y asimiló los quiebres conceptuales y narrativos que en el documentalismo mundial estaban ejercitando para entonces el ya veterano Jorins Ivens y los inventores del cinéma verité, Marker, Varda y Rouch, en cuanto al intervencionismo y experimentalismo, en abierta batalla estética contra los observacionales y crudos Drew, Leacock, Wiseman, Maysles del direct cinema norteamericano. Es decir, el afán de forma también estaba en el aire del documentalismo, y América Latina lo receptó en los trabajos de los militantes Solanas, Getino, Álvarez y Gillén Landrián. No se explican de otra manera los trabajos del estilo que acumula El coraje del pueblo: un documental atípico, que alterna documento y ficción, que contrapuntea el espacio abierto con el plano próximo de interiores; que va del plano generalísimo de multitudes al personal (el personaje del estudiante); de un conflicto que al final lo resuelve con tomas directas y dramatizaciones, es decir, apelando a actores y no actores, a escenas halladas y escenas preparadas; de la fotografía documental y el narrador en off al zoom in o out del western spaghetti; de la cámara en mano que le permite literalmente llevar al espectador al centro mismo de la acción (como en Rossellini o lo que se llama efecto de “inmersión”), a las entrevistas con desincronización del sonido. Todo esto hace que esta película y sus proclamas iniciales de veracidad histórica, basada además en la autoridad de sus testigos-protagonistas, obligue a mirarla como el campo de batalla, no solo de mineros contra patrones, sino de un cineasta que una vez liberado de las altísimas exigencias de congruencia narrativa con los “ritmos internos correspondientes a la mentalidad, sensibilidad y visión de la realidad” indígenas, ahora debía armonizar su mirada con la ya occidentalizada del minero. Vista hoy esa película, y a la distancia que no la tuvo Sanjinés, podemos decir que muy a su pesar y justamente por el arsenal de recursos formales con que construye su mirada, su misma práctica documental lo alejaba del objetivismo ingenuo que postulaba.
La corona del marinero
Si otra de las características de la narrativa del cine clásico y su transparencia es la linealidad y la unidad de lugar-tiempo-acción, con La nación clandestina y sus rupturas del orden narrativo, Sanjinés no hace más que confirmar su inagotable afán moderno y formalista. Acaso lector de Cortázar, Vargas Llosa y Fuentes, y quizá más de Arguedas y El zorro de arriba y el zorro de abajo, por lo que tiene de síntesis entre novela y narrativa indígena, entre mito e historia, el director boliviano recae en la complejidad narrativa, quizá incluso más afinado que en sus películas anteriores, y al hilo de su desbordante impulso estilista, nuevamente va a atentar contra la linealidad y transparencia clásicos, optando por los cambios espacio-temporales y la alternancia de narradores.
Desde el punto de vista dramático, La nación clandestina es una película de viajes, de viaje finalista, de un personaje que regresa a morir. Organizada en tres actos como una iliada-odisea-iliada, no obstante, el guion no es muy consecuente con la poética del viaje, pues la experiencia pedagógica vital viajera (en el camino) no le interesa. Lo suyo es la expiación final. De allí que todo el primer acto le sirva para plantear las razones del viaje expiatorio. Viene enseguida la narración del retorno, a pie, durante el que no ocurre mucho, salvo dos eventos en los que Sebastián Mamani tiene sendos encuentros con la Historia Nacional. El viaje va a servir al narrador omnisciente como pretexto para que el protagonista recuerde su pasado y la cámara nos cuente esos recuerdos. Nuevamente el artificio de cambiar de narrador y alternar el relato entre la diégesis y la extradiégesis. La tercera parte cuenta la llegada a Willkani, sus encuentros y desencuentros con su pasado y la gran danza purificadora.
Pero la verdad es que la película no avanza así exactamente. Pues ya desde la iliada inicial asistimos a un contrapunto témporo-espacial entre lo que ocurre en el presente con los personajes en La Paz (la ciudad y el drama personal) por una parte, y por otra, lo que ocurre en la comunidad de Willkani (lugar de la épica del pueblo indígena y minero), todo esto enfocado desde el narrador extradigético. Una vez el protagonista puesto en camino el contrapunto entre los dos presentes cambia, y vamos a ir del pasado (los recuerdos de Sebastián, narrador intradiegético) al presente de su viaje y llegada a la comunidad. Todo esto complejiza al filme. En términos conceptuales, lo más sorprendente de esta película es la manera en que un individuo es expulsado tanto de su cultura indígena como del mundo civilizado, castigado por haberse contaminado con los «pecados» y corrupciones citadinos. La muerte como acto purificatorio y su retorno final: esta es la tesis aymara (que por cierto se parece bastante al martirio expiatorio cristiano).
La nación clandestina nos ofrece una de las pruebas más fehacientes del afán de forma y artificio que siempre ha animado a Sanjinés: el recurso al plano-secuencia (integral). Sin descartar totalmente las explicaciones dadas por Sanjinés y otros para el empleo del plano-secuencia en tanto “los planos secuencia de integración y participación crean una distancia propicia para la objetividad serena” (1979:64) o de que es “el recurso narrativo más adecuado para la traducción visual de la concepción circular del tiempo aymara”[9], hay que decir que el plano sostenido, al igual que la predominancia de planos abiertos, cámara al hombro, la profundidad de campo espacial, etc. son artificios narrativos ya empleados en otros lugares y otras culturas. De Antonioni a Sokurov, de Snow a Benning, narrativa o descriptivamente, el plano-secuencia implica siempre una duración que puede expresar tiempo, descripción, mirada, contemplación, vagabundeo. Y cuando va a asociado, por necesidades narrativas, a la profundidad de campo, como en Wells o Wyler, pasamos al barroquismo figurativo y narrativo complejo que viene desde la pintura (Las hilanderas, de Velázquez o Alegoría de la fe de Vermeer). Si el plano-secuencia es apto para representar el tiempo aymara, lo es también para representar el tiempo ruso de Las voces espirituales, el norteamericano de Diez cielos o el iraní de Five dedicated to Ozu. Pero además, ¿qué pasa con el drama interno de Sebastián? Porque tanto su drama personal como la épica minera son narrados de la misma manera. Tampoco Sanjinés hace uso de la profundidad de campo dramática (a no ser que leamos el plano-secuencia como síntesis de la historia personal y en segundo término ya sea la historia nacional y el mito, que sí ocurre en varios planos). Paradójicamente, cuando el filme necesita más plano sostenido, el plano-secuencia no es utilizado. ¿Cuánto tiempo se necesita para morir bailando?
CONCLUSIÓN
Hemos hablado de la escena de Yawar Mallku en la que Sixto está en su habitación, sufriente, pensando cómo conseguir dinero para comprar las medicinas para su hermano. El montaje alterna el plano general con primeros planos de afiches que cuelgan de las paredes, en un intento por expresar la urbanización del indígena. En las películas que vendrán, el peso dramático del primer plano (lírico y psicológico) irá desapareciendo. Tampoco volveremos a ver insertos de primerísimos primeros planos. Concomitantemente, el montaje del corte puro y duro irá dando paso al plano-secuencia de tomas generales y abiertas (de tipo epopéyico), con mucho espacio frente a la cámara, con el fin de contar las luchas de masa del pueblo boliviano. El joven realizador que también aparece como el virtuoso montajista de Ukamau abandona su rol como editor y se concentra en la dirección. Este cambiante recorrido, que aparece bastante nítido en las cuatro películas estudiadas, da cuenta de las luchas internas en los que Sanjinés se vio enveuelto, atrapado entre dos fuerzas que hacían sus demandas contrapuestas: una externa y otra interna, la de permitir que el pueblo se exprese a través de su películas en tensión con su natural tendencia hacia el experimento forma. Esto significa que en su vida y en su obra reedita el viejo debate entre el cine de autor y el cine por encargo (obligación laboral o la militancia), en sus palabras:
Podríamos hablar de un tratamiento subjetivo que comulga con las necesidades y actitudes de un cine de autor individual y un tratamiento objetivo, no psicologista, sensorial, que facilita la participación y las necesidades de un cine popular (1979:64)
Pero este drama, en aquellos años, no lo vivió solo él. Glauber Rocha, otro formalista y experimentador, pasó también por los debates con el partido (el compromiso político) y su posición estética que los distanciaba. Glauber rompió con el compromiso político en aras de su poética personal. Sanjinés se quedó, intentando resolver la aporía. Muestra de su fidelidad es Insurgentes. Y al margen de los resultados bastante limitados observables en esta película, y al margen de lo cuestionable y debatible del sentido y significación de las historias de sus películas anteriores, hay que por fin restituirlo como el virtuoso montajista y gran director que es; pues más allá, o más acá del compromiso ideológico y su populismo, sus películas revelan un compromiso con la forma˗cine. El modo elíptico en que emplea del plano sostenido o lo que él llama “plano secuencia integral” (sutura de dos espacio-tiempos narrativos en un solo espacio y sin corte) en cuatro momentos (69’, 86’,96’, 119’) de La nación clandestina (1989) quedan como las cotas del más alto trabajo del ingenio del cine latinoamericano[10]. Y esto, en tiempos en que la pantalla latinoamericana se llena de violencia gratuita y proclamas elementales, hay que agradecer y loar. Como alegato final hay que decir que en esta película probablemente esté una de las más sesudas elipsis del cine latinoamericano: Sebastián, llegado ya a su pueblo, es mostrado por la cámara en la cima de un monte mirando hacia abajo, a su comunidad; la cámara, sin corte, deja a Sebastián y gira hacia el pueblo y lo vemos otra vez a él en una escena clave de su infausto pasado. Y al mismo tiempo, este aplano, al mostrar un indígena urbanizado e indígenas campesinos, revela la tesis deleuziana de que el cine político moderno olvidó que «no había pueblo, sino siempre varios pueblos». Y la mayoría de pueblos bolivianos se han quedado en el fuera de campo de Jorge Sanjinés.
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[1] Con sus tres variantes más conocidas: el Tercer cine argentino, el Cinema novo brasileño y el Cine imperfecto cubano.
[2] No es el único. En nuestro panteón hay varias voces que claman reposiciones y divulgación. Solo un caso por ahora, y de un cineasta y videoasta extraordinario: el mexicano Rafael Corkidi.
[3] Este salto hacia la estilización radical de ciertos cineastas del Nuevo Cine, lleva a Paul Schroeder Rodríguez a distinguir una «fase neobarroca». Véase: Paúl A. Schroeder Rodríguez, (2011). “La fase neobarroca del Nuevo Cine Latinoamericano”. Revista de crítica literaria Latinoamericana, Año XXXVII, N° 73, Lima-Boston, Primer semestre, pp. 15-35.
[4] Habría que recordar aquí que este décalage entre corrientes literarias y cinematográficas no es una novedad, y más bien parece una regla. El naturalismo poético de los años veinte de Clair, Duvivier, Carné y Renoir, llegó con alrededor de cuarenta años de retraso con respecto Zolá y Maupassant.
[5] Siempre cabe la posibilidad de que como autor, haya otras audiencias más allá de lo que con insistencia Sanjinés y el Grupo Ukamau llamaban “Pueblo”. Los festivales por ejemplo.
[6] A la vez que aquí yace el heroísmo de hacer cine en un país como Bolivia, también yace la paradoja entre poética y política.
[7] El serbio Slavko Vorkapich, quien trabajó en Hollywood en los años 20 y 30, pasa por ser el inventor de esta técnica de montaje expresivo en el que una breve secuencia de planos cortos muestra una serie de acciones que resumen acciones y tiempos.
[8] El célebre Griffith last minute rescue consiste en la narración por montaje alternado convergente de dos acciones en las que la heroína es salvada del peligro justo antes del momento fatal. Sanjinés lo usa al principio, alternando planos del viaje de regreso a casa del esposo con los de la violación de la esposa: pero ahora sin salvación.
[9] Citado por Leonardo García Pabón, La patria íntima. Alegorías nacionales en la literatura y el cine de Bolivia. Bolivia, CESU/Plural editores, Primera edición, 1998.
[10] Esto sin olvidar que, tal sutura por medio del plano sostenido de escenas separadas temporalmente, ya en 1975 Antonioni lo instrumentaliza en El reportero.